¿Cómo es el alma?
Ricardo Sada Fernández
Tomado de encuentra.com
La maravilla de todo lo que compone nuestro cuerpo produce asombro y admiración: el conjunto que lo integra es obra de una ingeniería maestra. Y, ¿qué decir de nuestra alma, que no refleja procesos orgánicos, que es capaz de pensar, de conmoverse, de llevar a cabo grandes hazañas, de elevarse sobre sus debilidades, de identificarse con su prójimo hasta llegar a dar por él la vida, de asombrarse ante lo pequeño y humillarse ante lo grandioso, de elegir entre los caminos aquel que es el verdadero, de componer una sinfonía y escribir un poema? Nuestra alma, ¿cómo será?
A pesar de lo cortas que se quedarán nuestras palabras, intentemos decir algo sobre ella. Ya al hablar de la naturaleza de Dios expusimos la naturaleza de los seres espirituales. Un espíritu, veíamos, es un ser inteligente y consiente que no sólo es invisible (como el aire), sino que es absolutamente inmaterial, es decir, que no está hecho de materia. Un espíritu no tiene moléculas, ni hay electrones en el alma.
Un espíritu no se puede medir; no tiene tamaño ni peso. Por esta razón el alma entera puede estar en todas y cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en el corazón y otra en el pie. Si me amputan la mano en una operación quirúrgica, no pierdo una parte del alma. Simplemente, mi alma ya no está en lo que no es más que una antigua parte de mi cuerpo vivo. Y al morir, cuando mi cuerpo esté a tal grado perjudicado por la enfermedad o las heridas que no pueda continuar su función, mi alma lo abandona y se me declarará muerto. Pero el alma no muere. Al ser absolutamente inmaterial (no está integrada por nada corruptible), nada hay en ella que pueda ser dañado, nada que pueda corromperse. Al no constar de partes, no tiene elementos básicos en qué poder dividirse, no tiene modo de poder disociarse o dejar de ser lo que es, de disgregarse.
Por el alma decimos que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Es verdad que nuestro cuerpo, como todo el universo físico, refleja el poder y la sabiduría divinos, pero nuestra alma es un retrato del Hacedor de modo especialísimo. Es un retrato pequeño y bastante imperfecto, pero imagen al fin, de ese Espíritu infinitamente perfecto que es Dios. Nuestra inteligencia, por la que conocemos y comprendemos verdades, razonamos y deducimos nuevas verdades y hacemos juicios sobre el bien y el mal, refleja la suma e infinita inteligencia de Dios. Nuestra libre voluntad, por la que deliberadamente optamos por una cosa u otra, es una semejanza de la omnímoda libertad que Dios posee; y, por supuesto, nuestra inmortalidad es un destello de la divina eternidad.
De esto se desprende un corolario de enorme importancia: ya que la vida íntima de Dios consiste en conocerse a Sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), tanto más nos aproximamos a la divina Imagen cuanto más utilizamos nuestra inteligencia en conocer a Dios, y cuanto más dirigimos nuestra libre voluntad para amarlo. Conociéndolo y amándolo vivimos -aunque sea tan sorprendente saberlo- la vida íntima de Dios, la corriente de vida intratrinitaria que nos colmará en el cielo.